Ella se fijaba en los letreros, los de las calles, los de
las tiendas y quería poder entender todas esas letras. Quería leer todos los
libros que su tía atesoraba en la alacena de la entrada de su casa. Quería…
…Tanto aprender que su sueño acabó siendo enseñar, ayudar a
otros a descubrir los libros de las alacenas, a entender el mundo que nos
rodea.
Cuando grandes sueños se cumplen, grandes cosas se
consiguen, porque el aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo.
Varios cientos de niños pasaron por su pizarra, varios
cientos de niños escucharon sus lecciones. Algunos se aburrieron, otros tantos
aprendieron y solo unos pocos descubrieron la verdadera emoción de cada
sendero. Senderos encontrados en cada libro, senderos hallados en cada palabra
de las lecciones escuchadas, senderos con distintos rumbos para una sola vida.
Una alumna en partículas, después de muchos maestros tener,
y con el rumbo un poco perdido, a esta maestra descubrió en su extraño camino.
El primer día entró en su clase con temor, pero algo la
empujó a escuchar la primera lección con ilusión. Ilusión que poco a poco fue
creciendo, entre números y enigmas, entre letras y aventuras. Cada día llegaba
a clase con más energía que el anterior, con ganas de absorber toda la
sabiduría que el mundo podía ofrecerle, y todo esto gracias a ella, a esa
profesora que iluminada sus días más nublados.
No había sumas complicadas ni verbos imposibles, no si ella
los explicaba. Lo único difícil era parar de escucharla, de ver su sonrisa
brillar, llena de satisfacción al descubrir la atenta mirada de sus alumnos.
Pero esta alumna no solo aprendió números y letras, también
descubrió el valor de algo muy importante, el de ella misma. Su profesora sin
saberlo, le enseñó a no tener límites, a que el sol no es la única estrella que
brilla. Le enseñó a valorar los detalles más pequeños, a soñar su vida y vivir
su sueño.
Todos en nuestras
vidas nos cruzamos con diferentes personas. Algunas nos aportan emoción, otras
lecciones y otras simplemente se pierden en el olvido.
Los profesores en nuestra infancia son nuestros dioses del
Olimpo y en nuestra adolescencia nuestros torturadores personalizados. Pero
incluso aunque sean extremos tan opuestos en nuestra vida, son valiosos en
nuestros rumbos, porque los buenos profesores no solo enseñan lo escrito en los
libros, sino que también nos enseñan a escribir nuestro propio libro de la
vida.
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